Publicado: 22 de Enero de 2021
"Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su modo". Así arrancaba Tolstoi con su obra Anna Karenina. Desde que la leí hace muchos años, me fascinó la magnitud de lo sugerente de estas pocas palabras.
Efectivamente, cuando mostramos una foto de nuestra feliz familia, la imagen no tiene gran interés, es una más del montón. Pero si podemos hablar en profundidad de nuestra familia y nombrar aquello que las fotos felices no recogen, la diferencia entre ambas realidades despliega ante nuestros ojos sus rasgos únicos.
De estas diferencias nos cuesta hablar. Por eso, cuando en terapia empezamos a exponer las infelicidades características de nuestra familia, es frecuente sentir que, de alguna manera, cometemos una traición, como si desveláramos una imagen deformada y atroz de algo tan querido.
Y es que las diferencias asustan. Lo propio, lo que a cada persona conforma en su subjetividad, da miedo. En numerosas ocasiones, cuando pregunto algo a un paciente, aparecen respuestas similares a estas: "pues lo normal", "como la mayoría", "como todo el mundo”...
Aparece la apisonadora de la normalidad que todo lo iguala e intenta borrar cualquier huella de que yo estoy en mis palabras, de mi particularidad, de mi manera única de sentir o pensar el mundo. Porque, si dejo espacio para que aparezca mi diferencia, también puede aparecer una sensación de soledad, como si llevara un traje rojo en una sala donde todos visten de negro.
Nuestra divergencia a ratos nos incomoda. Hablar de nuestras infelices diferencias, puede abrir un camino para entendernos, para hacerse cargo y resolver. Y a lo mejor, hasta nos guste vestir de rojo.